En medio de esa sensación de inminencia y expectación que se percibe cerca del fin de año, llegué hasta la Avenida de Mayo y Nueve de julio en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires donde se encontraba un grupo de integrantes de la comunidad Qom, más conocido por nosotros como el pueblo Toba, originario del noroeste argentino. Se asentaron para realizar el reclamo de sus tierras. Habían comenzado una huelga de hambre y buscaban llamar la atención de las autoridades. Y ya sabemos que los funcionarios suelen responder con indiferencia o desgano ante esta clase de reclamos. Por fortuna la prensa ya se había hecho presente. Me acerqué y de inmediato percibí ese silencio, esa dignidad que son manifestaciones de su sabiduría y pertenencia cultural. Lo que más impresiona es su falta de estridencia. Estaban allí en medio de la inmensa avenida, asentados con sus carpas, sus cacharros, sus carteles, su silencio. Recorrí el predio, leí los carteles, todo era para ser reverenciado, eso es lo que los indios imponen estén donde estén. Es su propio sentido de reverencia y respeto que hace que lo que los involucre quede impregnado. Entonces no quise sacarles fotos, no quise nada más que quedarme allí y acompañarlos. Afortunadamente había un petitorio y lo firmé. Después me fui con esa profunda sensación de haberme asomado a un espacio distinto al cotidiano. Su cosmovisión había rozado la mía hasta perturbarla. La historia es muy repetida y ya la conocemos: es una historia de atropello y usurpación de los derechos y bienes de los pueblos originarios de América.
Continué mi viaje. Como era 30 de diciembre desde los altos edificios los empleados tiraban papeles triturados y el aire se llenó de volatilidades. En una esquina un policía se dedicó a leer lo que iba encontrando. Una imagen inusual, un hombre de uniforme agachándose para curiosear papeles. De algún modo el orden de la ciudad pareció trastocarse. Unos pasos más allá las Madres de Plaza de Mayo rodeadas de turistas y periodistas se hacían oír.
Volví al día siguiente, ya era el último día del año. Los tobas estaban en el mismo lugar, cerca de la estatua del Quijote y rodeados más arriba por inmensos carteles luminosos. Volví porque iba a realizarse una marcha, el convenio con el gobierno había sido trazado pero los tobas sabían que no podían darse el lujo de bajar los brazos, la tarea recién había empezado. Algunas personas comenzaron a acercarse. Uno de ellos acuclillado avivaba un cacharrito donde ardían maderas y otras cosas. Es el fuego abuelo, nos explicó. Me pidió que abriera grande mis brazos para recibir un contenido y echó en mis manos apenas un puñado ínfimo, esa fue mi contribución al fuego abuelo. Me dejé estar allí y enseguida el poder del fuego comenzó a invadirme, a trabajar dentro de mí. El hombre murmuraba que ese fuego era el fuego sagrado, el del principio, el que seguirá estando después de nosotros. Nuevamente sentí esa experiencia de lo reverencial. No podía alejarme de ese cacharro y de ese fuego. Y otra vez se escucharon los cantos con quenas y guitarras. Lo curioso es que las dos avenidas laterales habían sido despejadas previamente porque estaba por iniciarse una carrera de gente y gente que llevaba camisetas rojas. Los tobas se pusieron con sus banderas multicolores, sus instrumentos y sus cantos para manifestarse ante los deportistas. Por un momento el espectáculo se volvió inesperado, alucinante. La carrera estaba patrocinada por una poderosa empresa comercial. Y los tobas ahí con sus fueguito y sus cantos. El comienzo de la marcha se fue demorando. Pude escuchar un reportaje que una extranjera le hacia a uno de ellos, el toba le hablaba del respeto a la tierra, a la naturaleza, el peligro de perder muchas especies que son medicina natural. Sospeché que por la cabeza de los funcionarios se les cruzó la mezquina idea de conformarlos con unos lotes, una idea absurda sin duda para un pueblo que entiende a la naturaleza como parte de su identidad, al monte como a un sistema que es preciso mantener vivo para sobrevivir como gente. Era tan simple y tan profundo. Después plantaron un árbol. Ahí, ahí mismo. Un árbol que iba a recordar el paso y la tarea de ellos. Ahora quedaba pendiente consolidar el modo de comunicación entre nosotros, los de la ciudad y ellos, que se volvían a Formosa. Estaban dejando algo tan límpido en el aire, estamos aquí, decían, estamos aquí y no vamos a desaparecer. Entonces, en un ramalazo de la memoria volvió a mí mi propia imagen junto a la comunidad guaranítica de Fracram en la provincia de Misiones cuando yo vivía allí, entre ellos y participaba del saludo al sol por la mañana y al atardecer, también recordé que muchos, pero muchos años atrás, anduve yo por ahí, a pocas cuadras de ese sitio en el centro de Buenos Aires, con un grabador de cinta en la mano. No eran los tobas, eran otros grupos de los pueblos originarios, pero también venían a reclamar. Por aquella época yo escribía en un pequeño diario local y me apuré para alcanzar al líder. De pronto estuvimos uno frente al otro, tuve conciencia de que no podía decir cualquier cosa, una frase superficial, que ellos no lo merecían, por eso le hice una sola pregunta:
-¿Qué piensan ustedes que los habitantes de Buenos Aires deberíamos hacer ante su situación?
Me contestó brevemente. Dijo:
-Aprendan a mirar su propia sombra.
Continué mi viaje. Como era 30 de diciembre desde los altos edificios los empleados tiraban papeles triturados y el aire se llenó de volatilidades. En una esquina un policía se dedicó a leer lo que iba encontrando. Una imagen inusual, un hombre de uniforme agachándose para curiosear papeles. De algún modo el orden de la ciudad pareció trastocarse. Unos pasos más allá las Madres de Plaza de Mayo rodeadas de turistas y periodistas se hacían oír.
Volví al día siguiente, ya era el último día del año. Los tobas estaban en el mismo lugar, cerca de la estatua del Quijote y rodeados más arriba por inmensos carteles luminosos. Volví porque iba a realizarse una marcha, el convenio con el gobierno había sido trazado pero los tobas sabían que no podían darse el lujo de bajar los brazos, la tarea recién había empezado. Algunas personas comenzaron a acercarse. Uno de ellos acuclillado avivaba un cacharrito donde ardían maderas y otras cosas. Es el fuego abuelo, nos explicó. Me pidió que abriera grande mis brazos para recibir un contenido y echó en mis manos apenas un puñado ínfimo, esa fue mi contribución al fuego abuelo. Me dejé estar allí y enseguida el poder del fuego comenzó a invadirme, a trabajar dentro de mí. El hombre murmuraba que ese fuego era el fuego sagrado, el del principio, el que seguirá estando después de nosotros. Nuevamente sentí esa experiencia de lo reverencial. No podía alejarme de ese cacharro y de ese fuego. Y otra vez se escucharon los cantos con quenas y guitarras. Lo curioso es que las dos avenidas laterales habían sido despejadas previamente porque estaba por iniciarse una carrera de gente y gente que llevaba camisetas rojas. Los tobas se pusieron con sus banderas multicolores, sus instrumentos y sus cantos para manifestarse ante los deportistas. Por un momento el espectáculo se volvió inesperado, alucinante. La carrera estaba patrocinada por una poderosa empresa comercial. Y los tobas ahí con sus fueguito y sus cantos. El comienzo de la marcha se fue demorando. Pude escuchar un reportaje que una extranjera le hacia a uno de ellos, el toba le hablaba del respeto a la tierra, a la naturaleza, el peligro de perder muchas especies que son medicina natural. Sospeché que por la cabeza de los funcionarios se les cruzó la mezquina idea de conformarlos con unos lotes, una idea absurda sin duda para un pueblo que entiende a la naturaleza como parte de su identidad, al monte como a un sistema que es preciso mantener vivo para sobrevivir como gente. Era tan simple y tan profundo. Después plantaron un árbol. Ahí, ahí mismo. Un árbol que iba a recordar el paso y la tarea de ellos. Ahora quedaba pendiente consolidar el modo de comunicación entre nosotros, los de la ciudad y ellos, que se volvían a Formosa. Estaban dejando algo tan límpido en el aire, estamos aquí, decían, estamos aquí y no vamos a desaparecer. Entonces, en un ramalazo de la memoria volvió a mí mi propia imagen junto a la comunidad guaranítica de Fracram en la provincia de Misiones cuando yo vivía allí, entre ellos y participaba del saludo al sol por la mañana y al atardecer, también recordé que muchos, pero muchos años atrás, anduve yo por ahí, a pocas cuadras de ese sitio en el centro de Buenos Aires, con un grabador de cinta en la mano. No eran los tobas, eran otros grupos de los pueblos originarios, pero también venían a reclamar. Por aquella época yo escribía en un pequeño diario local y me apuré para alcanzar al líder. De pronto estuvimos uno frente al otro, tuve conciencia de que no podía decir cualquier cosa, una frase superficial, que ellos no lo merecían, por eso le hice una sola pregunta:
-¿Qué piensan ustedes que los habitantes de Buenos Aires deberíamos hacer ante su situación?
Me contestó brevemente. Dijo:
-Aprendan a mirar su propia sombra.
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