martes, 19 de mayo de 2009

GENTE EN LA CIUDAD


La primera persona que me llamó la atención fue una mujer que zamarreaba a su hijo. Llevaba otro niño en los brazos y me dio pena, por eso al pasar le toqué la cabeza al niño como un gesto de cariño. La mujer se crispó y me miró con su rostro amenazante. Pensé en ella, en la furia que todos llevamos dentro, a veces aplacada, e imaginé su niñez muy parecida a la que tendrá su hijo.
Luego esos rostros familiares, algunas caras tensas, muy tensas, como si toda la historia vivida y mal interpretada estuviera congelada en su interior. Y después otra vez en una esquina de la avenida Cabildo aquella mujer que imploraba con un tono quejumbroso, esa mujer a la que hace escasas semanas le compré algo parecido a un almuerzo. Recuerdo que pedía comida de una manera lastimosa que no pude menos que ir a comprar algo. Muchos hijos alrededor. Muchos hijos. Y ahora me pareció que ella estaba copiando aquel pedido pero que ya se notaba la imitación. No dudo de que tenga hambre, no, no lo dudo, sin embargo pienso en que ella también se ha detenido en esa esquina y en un gesto que la petrificó. Encerrada en su intemperie no sabe más que pedir. Y sus hijos la copiarán.
Pocas cuadras más allá vi a una mujer con dos hijas, exactamente en la esquina de Cabildo y Juramento. La espalda apoyada sobre la pared, unos cuantos cartones con alfileres y ganchos esparcidos por el suelo, sus hijas limpias, bien vestidas jugando alrededor y ella apenas levantando la vista del libro que leía para controlar qué hacían o donde estaban esas dos niñas. El libro la absorbía y no se preocupaba al parecer que nadie le comprara sus alfileres. Me fijé bien: leía La Biblia. No pude despegar los ojos de esa mujer, estaba envuelta en un silencio enorme. Había una historia allí, una historia que nadie me iba a contar.
En el colectivo apareció el muchacho que tocaba la guitarra, le costó encontrar una partitura o algo parecido a una partitura y un pincullo. Se paró en mitad del colectivo y apoyó su espalda en el caño que da a una de las puertas de salida. Maravillosa su música, guitarra y pincullo. Ahí también había una historia que no iba a llegar a conocer. Cuando terminó la segunda pieza yo inicié el aplauso y otros me siguieron y él se puso tan contento y tan asombrado por el aplauso que me sonrió y me hizo un gesto cómplice de agradecimiento. Me tuve que bajar sin darle nada, no tenía monedas en mi billetera.
La ciudad está viva, la ciudad me insinúa historias que tal vez necesite inventar.


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