Hay una escena en la vida de Saint - Exupèry, el célebre autor de El principito que es aquella mítica de su casi muerte en el desierto. Sí, así es, Antoine Saint- Exupèry estuvo a punto de morir de sed en un desierto donde cayó aquel avión (hoy pensaríamos proto avión) cuando trabajaba para el gobierno francés repartiendo correo. Saint- Exupèry nos relata la emoción y el amor incondicional que sintió por aquel beduino que le acercó el primer sorbo de agua cuando ya estaba a punto de fallecer. Algo parecido relatan los muchachos uruguayos que estuvieron un mes en los Andes cuando, luego de una caminata épica, alcanzaron a ver a aquel hombre a caballo. Años después, hace poco, aquel hombre de condición humilde necesitó dinero para una operación y treinta años después los sobrevivientes de los Andes la costearon.
Recordando esta sensación de agradecimiento tan enorme que se experimenta cuando alguien en un estado de extrema dificultad rayana a la muerte nos extiende su mano, logramos explicarnos por qué Ingrid Betancur al ser rescatada por en aquel helicóptero luego haber padecido el infierno del secuestro por parte de la FAR en la selva colombiana, agradece emocionada al ejército de su país. No es que Betancur haya dejado de ser democrática para volverse militarista, este sentimiento de profundo agradecimiento va más allá de la ideología porque nos ubica en una dimensión existencial: cuando hemos pasado a esa zona difusa que nos aleja de la vida y una mano nos trae de vuelta, no podemos menos que besar esa mano, porque en medio de la nada, esa mano representa la bondad absoluta.
Hace tres o cuatro años yo tuve un accidente fenomenal. Caí al otro lado, atravesé un techo carcomido de policarbonato y quedé inconsciente durante horas en un galpón abandonado. La sensación de horror al verme en un lugar apartado y sin posibilidad de salida, envuelta en sangre y sin recordar qué había pasado unas horas antes fue revertida por la aparición de los bomberos. No voy a olvidarme nunca del tono de voz, de los brazos que me alzaron y me sacaron de allí. Lo mismo dice Saint- Exupèry de aquel beduino anónimo, un alma inolvidable. Cada vez que escucho la sirena de los bomberos, me invade el mismo sentimiento de gratitud. Ayer, justamente, esperando el colectivo, un señor se fastidió al ver pasar al ruidoso camión de bomberos diciendo que al final hacen tanto ruido y llegan tarde. Le conté mi historia y el hombre también se conmovió. Es curioso, para la mayor parte de la gente una sirena que irrumpe en el silencio es una señal de alarma, así lo atestiguan sobrevivientes de la guerra y sin irnos tan lejos, nosotros, sobrevivientes de la dictadura militar, pero ahora la sirena ha cambiado de signo para mí, entonces me pregunto cuántas cosas pueden cambiar de signo y borrar una huella en el cerebro si la experiencia reparadora es lo suficientemente intensa. Es una buena pregunta para continuar viviendo.
Recordando esta sensación de agradecimiento tan enorme que se experimenta cuando alguien en un estado de extrema dificultad rayana a la muerte nos extiende su mano, logramos explicarnos por qué Ingrid Betancur al ser rescatada por en aquel helicóptero luego haber padecido el infierno del secuestro por parte de la FAR en la selva colombiana, agradece emocionada al ejército de su país. No es que Betancur haya dejado de ser democrática para volverse militarista, este sentimiento de profundo agradecimiento va más allá de la ideología porque nos ubica en una dimensión existencial: cuando hemos pasado a esa zona difusa que nos aleja de la vida y una mano nos trae de vuelta, no podemos menos que besar esa mano, porque en medio de la nada, esa mano representa la bondad absoluta.
Hace tres o cuatro años yo tuve un accidente fenomenal. Caí al otro lado, atravesé un techo carcomido de policarbonato y quedé inconsciente durante horas en un galpón abandonado. La sensación de horror al verme en un lugar apartado y sin posibilidad de salida, envuelta en sangre y sin recordar qué había pasado unas horas antes fue revertida por la aparición de los bomberos. No voy a olvidarme nunca del tono de voz, de los brazos que me alzaron y me sacaron de allí. Lo mismo dice Saint- Exupèry de aquel beduino anónimo, un alma inolvidable. Cada vez que escucho la sirena de los bomberos, me invade el mismo sentimiento de gratitud. Ayer, justamente, esperando el colectivo, un señor se fastidió al ver pasar al ruidoso camión de bomberos diciendo que al final hacen tanto ruido y llegan tarde. Le conté mi historia y el hombre también se conmovió. Es curioso, para la mayor parte de la gente una sirena que irrumpe en el silencio es una señal de alarma, así lo atestiguan sobrevivientes de la guerra y sin irnos tan lejos, nosotros, sobrevivientes de la dictadura militar, pero ahora la sirena ha cambiado de signo para mí, entonces me pregunto cuántas cosas pueden cambiar de signo y borrar una huella en el cerebro si la experiencia reparadora es lo suficientemente intensa. Es una buena pregunta para continuar viviendo.
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